martes, 7 de julio de 2009

Presentacion libro Palabras de pan duro, ADCN

Medellín, 2 de julio de 2009
Señoras y Señores,
Profesor Javier Domínguez,
Juan Fernando Orozco, Director Librería Interuniversitaria,
Amigos todos, paisanos y la gente de la casa:
Qué bueno estar reunidos con ustedes esta tarde y también traer la memoria de los ausentes que quisiéramos que nos acompañaran. Agradecer agrada. Cómo les agradezco que hayan respondido a la invitación. Creo que mi papá y mi mamá están muy contentos. Esto es una celebración de verdad y la estábamos esperando.
Por una parte, hay que decir que les debo mis palabras, porque es hora de volvernos a ver y saber quiénes somos y qué estamos pensando. Pero, por otra, en la presentación de un libro, quien lo escribe debería permanecer callado; porque precisamente está entregando un producto que antes fue pensado y escrito como una reflexión para compartir, tal vez con interlocutores cercanos y también con los desconocidos que se aproximan a través de las redes del lenguaje. Pero es un hecho, sin ustedes, sobre todo sin los próximos, yo sería un viandante mudo; mi trabajo se justifica si puedo abrir una puerta para el diálogo, la confrontación y el intercambio de ideas.
De verdad, con muchos de ustedes me unen lazos entrañables, de afectos, de trayectoria de vida. Qué maravilla, poder avivar la amistad y afianzar las empatías; pero la novedad y el reto es proponer nuevas redes, códigos, símbolos. Cuando se conversa ya no sólo sobre lo hablado sino sobre lo escrito y lo leído, se producen transformaciones en la manera de relacionarnos, de pensar, de ver el mundo. A veces somos primarios y reaccionamos con aspereza, con emotividad, en forma irreflexiva. En cambio al escribir nos damos una pausa para pensar mejor, para recapacitar y para enfrentarnos aún con los adversarios con tino y sin tanta soberbia. Cuando escribimos por lo menos tenemos que escucharnos a nosotros mismos, y tal vez esto nos prepara para atender a los otros, para dejar que ellos se expresen, antes de precipitarnos con nuestros discursos y nuestras pretensiones de lucimientos. Es ésta una racionalidad no instrumental, que se vierte en oraciones y silencios, en argumentos, que cimienta la civilidad y que tiene el don de la creación.
Si alguna parte quisiera resaltar es ésta, hay que diferenciar entre un debate de morales, esto es, una ética, y el enjuiciamiento, el señalamiento moralizante.
También hace falta auspiciar el consenso, que en muchas circunstancias supone avanzar en los conflictos; pero hay que tener mucho cuidado con la opinión de las mayorías. Lo que todos consienten no necesariamente es un criterio de sabiduría. Si se trata de propender por una moral objetiva, la objetividad no tiene nada que ver con los acuerdos, el acuerdo cuando más llega a una cuasi moral. El asunto está en cómo universalizar las normas, cómo pensar en nuestros problemas particulares y tratar de decidir, libremente, de tal manera que nuestra resolución pudiera ser la misma que tomara el otro, cualquiera, en otras circunstancias. No estamos diciendo nada distinto de lo que ya propusiera Kant.
Pero, aquí, entre nosotros, hay que afirmar que presentar un libro de ética no puede ser una frivolidad, porque implica tomar posturas y asumir compromisos. Si nos preocupa que las normas no sean circunstanciales, que cada quien acomode su parecer y pueda abusar del poder; si queremos una moral que no sea absoluta, totalitaria, pero sí universalizable, objetiva, o como dice Tugendhat, del respeto universal; de la misma manera nos tenemos que ocupar de los cambios de las costumbres, de los choques entre las culturas, de los enfrentamientos de las generaciones y de los migrantes, de los desplazados. Como ya está consignado en el Evangelio, por encima del precepto del sábado, de la ley y de la tradición, está el hombre. Hay pues una tensión permanente, entre: la universalidad y el cambio; entre lo absoluto y lo relativo, que tiene una vigencia indiscutible; que desborda las religiones, las democracias, los gobiernos y la vida de las urbes, la civilidad. De esto trata el libro y este encuentro y esta celebración también tienen que ser coherentes con la realidad circundante, con los dolores de los demás, con la injusticia reinante. De otra forma, este texto no pasaría de ser una novedad más de librería.
Puede sonar disonante. Dirán, pero a qué viene esto. Es algo más real y más concreto de lo que se imaginarán muchos. Nos convoca la academia, hemos tenido una velada memorable y todo transcurre en armonía. Sin embargo, si somos francos y queremos ser decentes, tenemos que reconocer que nuestro regocijo, nuestra tranquilidad, nuestra seguridad, están plantados sobre la carne de muchos muertos. Está ciudad está preciosa, hay prosperidad y lujo, pero hay también un olor de descomposición. No se trata de moralizar, se trata de dejar al descubierto verdades incómodas, que al parecer nos podrían aguar la fiesta. Todos tenemos parientes asesinados y mientras no los sintamos cercanos, mientras no los asumamos como parte de nuestra familia, aquí no va a haber paz.
Para terminar, y volviendo la página a lo más amable, quisiera detenerme en recuerdos personales. Pero no para quedarnos en el pasado, porque hay que plantarnos en el presente y mirar lejos. Los libros tienen que ser escritos para ser leídos en la posteridad, si de verdad valen la pena. No es posible llegar solos a la producción de un texto, además, es conlleva una lenta germinación; realmente somos remeros de relevo. Detrás de mí y con una estatura impresionante hay una abuela maestra, un abuelo médico. No quisiera ser ingrato con otros antepasados que tuvieron sus méritos, también ellos era importantes en los rezos, en las cartas, en la cercanía a los versos y a la música, todo esto construye un alimento imprescindible para cualquier empresa.
Pero simplemente quisiera hacer énfasis en la importancia de la formación, en los milagros que produce el acceso a la lectura, a la enseñanza. De pronto, en un medio en el que no abundan escritores, la presentación de un libro sea un evento. Pero qué bueno pensar en la resonancia que pudo tener una mujer formada como normalista, que saliera a trabajar en la ciudad y en los campos, que le ofrecía nuevas perspectivas a todos los de su casa, en el año 20 del siglo pasado (en ese año era una muchacha muy bonita de apenas 16 años). Así mismo, podríamos pensar en las dificultades que enfrentara un estudiante de medicina que no tenía libros traducidos del francés al español, que estudiaba en universidad pública y tenía que estudiar duro para hacerse acreedor a las becas de honor. Este ejercicio, hecho ahora en primera persona, lo podríamos hacer todos, en cada familia, en cada pueblo: repasar quiénes vienen atrás; cómo crecieron, qué produjeron en la cultura y en el pensamiento; cómo se produjeron condiciones de modernidad; cómo se ampliaron las posibilidades de trabajo, de realización, de reconocimiento y de visibilidad; para ver si podemos tener otro horizonte, otras prioridades, otras culturas, que no estén tan marcadas por el pragmatismo, la acumulación y el lucro ‘incesante’. Los libros, si para algo sirven, es para darle posibilidad a otros mundos, a nuevas costumbres y a vidas mas vivibles.
Es posible que estemos avocados al olvido, como en el libro de Abad Facio Lince (quien a su vez cit a Borges), pero, más allá de las personas nos hacen falta los productos de las culturas, los signos, y también las memorias. Éstas, aunque sea en forma de relatos, son muy necesarias, porque no dejan que todo se diluya en el tiempo, o porque re-crean versiones diferentes y críticas de una historia que quieren imponernos como cierta, completa y única.
El libro es un producto cultural maravilloso, porque podría subsistir sin su autor, sin darle créditos a nadie. Es una gramática que se activa con cada nuevo lector. Para una persona que se ocupa de dejar párrafos, que insiste en que sus palabras no desaparezcan, es el mejor regalo, es un milagro que otro desconocido lea, que en el interior de este posible interlocutor con-suenen, o sean reconocidas por sus ojos y hasta por sus dedos, las palabras, las oraciones; y más todavía, que están frases le susciten nuevos pensamientos, reflexiones, diálogos, críticas, y, por qué no, conflictos y angustias.
En este país, en medio de tantas guerras inútiles –guerras que todos pagamos, que a casi todos nos empobrecen y sólo a muy pocos enriquecen, y a todos por igual nos hacen indignos-, en estas circunstancias, una palabra, y más una palabra escrita, y todos los productos culturales, las creaciones – las pinturas, la danza, el teatro, las escenas de cine, entre muchas otras-, por lo menos median, espacia, crean un tiempo y un espacio, entre dos sujetos que pueden estar a punto de matarse. La ética, la estética, la semiótica, la política tienen que estar al servicio de la dignidad, del respeto a las diferencias, de la vida.
Sólo los humanos producimos cultura, ética, belleza y textos. Me gusta mucho la palabra ‘gentileza’, que significa tratar a los demás como si fueran gente. Pienso con sinceridad que entregarles este libro sólo busca demostrarles la gentileza, presentarles una red de lenguajes, acercarnos en las tensiones y en las dificultades y reconocernos enredados en los lazos de la vida y del pensamiento.


Andrés Calle Noreña
Medellín, 2 de julio de 2009
Paraninfo de la Universidad de Antioquia
Palabras de pan duro.

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